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PREFACIO

Después de que La Isla surgiera del fondo del Océano, mezclándose la lava ardiente con las frías aguas y desgarrándose el aire por erupciones volcánicas que elevaron hasta el cielo columnas de humo y cenizas durante millones de años, hubo un tiempo de tranquilidad y sosiego. Fue entonces cuando los altos macizos que sostenían el cielo fueron envueltos por un espeso manto de nubes que empapó la tierra, germinando los primeros brotes que cubrió toda la superficie. No tardaría en empezar a caer una fina lluvia que a veces se volvía violenta y que duraría miles de años. Así, los remansos de agua de las cumbres se convirtieron en cortantes cascadas que fueron hiriendo y puliendo la roca hasta crear profundas gargantas y angostos valles, por donde salían las entrañas de la isla para desparramarse en las fértiles llanuras de la costa. Cuando el viento dejaba de silbar entre los altos árboles de la selva, se podía escuchar a los primeros seres que poblaron esta tierra. Millones de insectos, pájaros, anfibios o reptiles se fueron asentando en aquellos lugares más propicios, hasta que los dioses decidieron
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traer a los primeros humanos que se convirtieron en lo amos. Ya no dejarían de llegar otros seres inferiores, los achicaxnas, para servir a los primeros pobladores, y desde entonces, como un torbellino, el tiempo se precipitó de tal manera que a media que se adentraba en el océano parecía detenerse y retrasarse como las mareas. A veces se vuelve impreciso como si todo fuese lo mismo y se repitiese eternamente, aunque con otras formas. Incluso se pueden apreciar claras diferencias en las distintas partes de La Isla: el pasado parece resistirse en las cumbres, mientras que en los llanos de la costa se acerca a un pasado reciente, impreciso y endeble, que inesperadamente se precipita al pasado más lejano. No es extraño que muchos duden de la verdadera existencia de esta isla, como si fuese un sueño o una alucinación. Y de hecho no estarían equivocados al interpretarlo de esa manera, porque los que han estado aquí con frecuencia dudan de que realmente hayan estado alguna vez, como si fuese un sueño que con facilidad se torna en pesadilla.
Quizá por eso es difícil separar lo real de lo fantástico; ni siquiera sus propios habitantes son capaces de diferenciar los mitos de sus más antiguos antepasados, ni recuerdan cuándo la isla se dividió en pequeños reinos o menceyatos que rivalizaban entre ellos, antes de que los europeos llegaran con sus navíos con la intención de evangelizarlos y conquistarlos. El rencor y las ambiciones que existían entre los
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reyezuelos determinaron que muchos colaboraran con los invasores para obtener sustanciosos beneficios, mientras otros resistieron en una lucha suicida hasta que fueron derrotados y aniquilados, y con ellos su cultura.
La conquista y sumisión se realizó en medio de un mestizaje y sincretismo, donde lo viejo y lo nuevo convivían como si fuese una mala digestión. Las ambiciones, intrigas y traiciones de los reyezuelos colaboracionistas para obtener el gobierno del protectorado, atentamente vigilado por los europeos a través del Adelantado, caracterizó la vida política y social los siguientes años en medio de una mediocridad que provocaba el hastío y el desencanto de la mayoría.
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1. La Guayresa

Al amanecer, las almas vagabundas se confunden con los pastores que, delatados por el humo de sus cachimbas y cubiertos con mantas bordadas o hechas con pieles de cabra, esperan escondidos entre las montañas la llegada de Acorán, que, en forma de Magec, sobresale tras Las Montañas del Este rodeado por imponentes rayos anaranjados, rojos y amarillos.
No muy lejos se alza la Fortaleza, entre abismos anunciadores de antiguos suicidios, que casi siempre fueron asesinatos. En la ventana de la casa-palacio, al igual que una gárgola desafiando las alturas, surge la silueta de la Guayresa y se presiente su mirada proyectada al precipicio, que parece intentar rescatar a los inocentes. Su fría figura, negra como la noche, dura como el basalto, inmóvil como la muerte, permanece inalterable, sin que el sueño la pueda vencer, temiendo perder algo, quizás todo, si no estuviese alerta, desconfiando de todos, de ella misma, de sus deseos y sus sentimientos más profundos, ahogados y enterrado en el lugar más inaccesible de su alma.
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Siguiendo el tic–tac del viejo reloj de pared, sus pensamientos se cruzan, como si estuviesen tejiendo los hilos de una tela de araña.
–¿Una araña…? ¡Una araña!
El terrible golpe acabó de forma fulminante con la vida de aquel anciano insecto que se tambaleaba por las esquinas del palacio. Maldecidos siempre, los insectos y las lagartijas que salían de la tierra, eran tan odiados como temidos. Al fin y al cabo, no dejaban de ser unas de las tantas formas en la que se manifestaba Guayota.
Ya no parecía ni fría, ni negra, ni dura, ni inmóvil. Sus gritos quebraron la noche cuando ya aclaraba el día. Su larga cabellera rizada se agitaba escondiendo un rostro cubierto por sombras que iban desapareciendo a medida que su cuerpo se volvía más nítido y vulnerable con el amanecer. Sus manos, donde las venas se confundían con arrugas, coincidieron en la cara al encenderse la luz inesperadamente.
–¿Qué ocurre, Señora? –se oyó decir.
–¡Apaga la luz, imbécil! –respondió airada, retorciéndose asqueada y furiosa.
Imbécil, era un ser rechoncho y bajito, con los ojos casi fuera de sus órbitas. El rojiblanco de su piel y sus canas caracterizaban la parte visible de su cuerpo, que sobresalía más allá de su cuello encorbatado. Posiblemente ya no recordaba su nombre, simplemente era Imbécil. Ni siquiera sabía ya cuántos años de vida llevaba soportando estoicamente el desprecio y el mal
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humor de su ama, ejerciendo las funciones de mayordomo y criado para todo. A sus sesenta y tantos años se apresuraba, cojeando, a llegar hasta la puerta. Tras cerrarla, se pudo oír un suspiro. Al fin y al cabo, Imbécil había corrido mejor suerte que la vieja araña.
La mirada de la mujer retornó al valle, reclamada por un sonido lejano: era la guagua que ya se divisaba a lo lejos, y que parecía rebuznar en cada curva que daba a medida que se precipitaba montaña abajo por la polvorienta carretera. Las montañas ya sacaban sus colores, y la estela de polvo que el vehículo dejaba tras de sí, como si de un meteorito se tratara, evidenciaba el coche de hora conducido por Ramón, el joven chofer que parecía disfrutar conduciendo y bajando por la ladera, como si estuviese haciendo surf sobre una gran ola de basalto, manchada por los vivos colores que dejaban los caideros en la época de lluvias.
Sin embargo, para el resto del pueblo, esa carretera se había convertido en un tormento, una pesadilla, en la que habían muerto tantos vecinos como los que vieron la luz cuando sus progenitores corrían al hospital más cercano. Por eso no era de extrañar que soñaran con la tan anhelada nueva carretera. En menos de media hora se llegaría hasta El Rosario, y de ahí a Añaza solo quedaba un suspiro.
Aún faltaba un buen rato para que la guagua alcanzara el pueblo, para cuando eso ocurriera el peine
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de púas y otros instrumentos habrían desistido de arreglar aquella cabellera.
Su larga bata había desaparecido y en su lugar surgieron collares, un jersey negro y unas largas botas, también oscuras, que aprisionaban los pantalones estrechos, sujetados en la cintura por un gran cinturón.
La atenta mirada del pastor quedaba cautivada por aquella figura. Parecía una princesa, de hecho lo era, y, además, era Guayresa, Consejera del Gran Mencey de La Isla. El viejo pastor, al contemplarla desde lejos, lamentaba el trágico accidente que había sufrido la princesa cuando aún era joven, mientras la Guayresa Andamana se cubría su rostro ajustándose su antifaz de piel de cerdo.
El olor a café ya inundaba la estancia cuando se oyó dos pausados golpes sobre la puerta, como si el primero anunciase al segundo y el segundo a Imbécil, que surgió tras la puerta.
–¡Pasa! –dijo Andamana con voz seca y un tanto amenazante.
–El secretario está aquí –dijo la cabeza rojiblanca que sobresalía del extremo de la puerta entreabierta.
–Buenos días, Señora –dijo el secretario, un cuarentón bien parecido que apareció tras Imbécil, desplegando una gran sonrisa y haciendo una reverencia exagerada con la cabeza, al mismo tiempo que se ajustaba la corbata con una mano y sujetaba el maletín con la otra.
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–Humm –fue la respuesta– ¿Qué me cuentas? –preguntó Andamana, sin hacer caso a los torpes y aduladores comentarios del secretario.
–Buenoo… –titubeó
–¿Bueno? –repitió Andamana–. Parece que quieres decir… malo, ¿no es así?
A medida que el secretario perdía seguridad y ganaba nerviosismo, se afanaba en apretarse la corbata, ahora con las dos manos, como si quisiera ahogarse más de lo que estaba.
–Tiene usted razón, Señora, no son buenas noticias –afirmó finalmente con mayor rotundidad–. Los achicaxnas se han vuelto a levantar en cuatro faycanatos y diez bandos.
–¡Maldita maná de cabras! –exclamó Andamana –. ¿Y qué quieren ahora! –volvió a preguntar un tanto histérica.
–Quieren… quieren los mismos derechos que los sigoñes –respondió el secretario expectante, a sabiendas que su respuesta era como dejar caer una gran piedra desde un precipicio, lo que provocó que los músculos de su cara se contrajeran, presintiendo el ruido atronador que ello provocaría.
– ¡Ja,ja,ja..! –rompió a reír Andamana como una loca, inclinándose para apoyarse en la mesa con sus dos manos–. ¿Pero quiénes se han creído que son esos inútiles? –preguntó, apretando los dientes y arrugando los ojos de su inexpresiva cara– los achimenceyes y los
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sigoñes no podemos trabajar, está prohibido ¿Cómo se atreven a compararse con nosotros? ¿Es que pretenden ir contra nuestras costumbres y normas más sagradas?
–Han exigido poder dejarse el pelo largo –aclaró el secretario, mientras Andamana seguía maldiciendo
–¡De eso nada!¡Son achicaxnas! ¡Ya les he ofrecido la posibilidad de dejarse el pelo un dedo más largo por cada seis años de trabajo!
El secretario, inmóvil, que miraba de reojo cómo la guayresa recorría alocadamente la habitación de un lado para otro sin poder parar, parecía que estuviese haciendo un gran y doloroso esfuerzo para dar a luz palabras mayores.
–Ejem… Señora, el Gran Mencey ha convocado el Tagoror, quiere verla urgentemente –dijo el secretario apresuradamente, hasta que finalmente se sintió aliviado, secándose unas gotas de sudor de la frente.
Andamana volvió a explotar de ira, convocando a los malos espíritus y maldiciendo una y otra vez al mismísimo Mencey:
–¡Maldito Mencey! –exclamó ante el estupor del secretario que, cabizbajo, intentaba cerrar los ojos como si quisiera desaparecer por arte de magia.
La mala y difícil relación entre el Gran Mencey y su supuesta hija era conocida por todos. Había pasado muchos años desde “aquello”, pero las heridas no se habían curado, ni siquiera las cicatrices que se escondían tras el antifaz de Andamana.
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Ella sabía que su hipotético padre la detestaba. No soportaba verla, porque siempre hallaba en el rostro de su hija el recuerdo amargo que lo hacía sentir culpable. No era de extrañar que la hubiese desterrado a un lugar tan apartado e inaccesible como el Valle de Argodoy. No era rencor, sino el sentimiento de culpa, de vergüenza, la duda y el orgullo lo que lo separaba de su pretendida hija, a la que abrazaba en su imaginación, suplicándole perdón.
Ella, en cambio, lo despreciaba, pero tampoco era la fuerza del odio o el resentimiento lo que la empujaba a ridiculizarlo y ponerlo en evidencia ante los demás; despreciaba su pereza y su torpeza. Consideraba que la inteligencia del Mencey no era mayor que la de Imbécil. No había en ella ningún sentimiento de venganza, era una fuerza mayor la que la hacía sonreír mientras se acariciaba su cara de piel de cerdo: su ambición.
Sabía que, ahora, tendría que dar explicaciones y soluciones que no poseía ante el Consejo y el Gran Mencey por no haber evitado las revueltas, como responsable de Asuntos de Interior. Su orgullo ardía y un fuego hecho rabia recorría su cuerpo haciéndole recordar las brasas en su cara.
Finalmente, y a modo de conclusión, inspiró profundamente, y, pensando en el Gran Mencey exclamó: ¡Imbecil!
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Inesperadamente se abrió la puerta y, ante la sorpresa de los dos personajes, una cabeza rojiblanca preguntó:
-¿Sí…, Señora? ¿Me llamaba?
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2. La Bombonera

El murmullo se ahogaba en un mar de risas que, de vez en cuando, rompía en un griterío histérico extendiéndose por toda la grada. La gente iba de acá para allá, saludándose y abrazándose. Los más jóvenes saltaban y bailaban agitando ramas u hojas de palma, siguiendo el ritmo que marcaban las chácaras y los tambores, mientras sonaban las caracolas y los guayres y fayacanes golpeaban sus varas en el suelo.
El tufo a higo y manteca de cerdo con gofio se mezclaba con el fuerte olor a tabaco que salía de las cachimbas de los más viejos e incluso de los más jóvenes, escondidos entre el gentío para no ser recriminados. De vez en cuando pasaban manadas de muchachos de un mismo bando o cantón, que cruzaban miradas amenazantes con los de los otros bandos, riéndose y burlándose de ellos. Los jóvenes de los distintos territorios se agrupaban en otros tantos lugares del graderío, arropados en torno a sus machos correspondientes, que eran los más fuertes y bravucones.
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Los líderes de las manadas, casi siempre, se hallaban de pie haciendo aspavientos y gestos amenazantes a los machos de los otros bandos, recordándoles sus victorias en la brega o desafiándolos.
El Sol del mediodía iluminaba la Bombonera, el Gran Tagoror, que se extendía cerca del barranco, por donde iba ascendiendo una hilera de gentes de todo tipo y de todos los lugares de la Isla. Sus ropajes manifestaban su origen y condición social. Los nobles, barbudos y con largas cabelleras casi siempre rizadas entraban en el recinto arrastrando ese aire de solemnidad que tanto les caracterizaban, seguido de los plebeyos trasquilados que llevaban las caras pintadas y adornados con vistosas plumas de colores y collares de caracoles o de cuentas de barro. Las bellas muchachas parecían revolotear de un lado para otro, chismorreando al ver pasar a los hieráticos achimenceyes.
Algunos jóvenes príncipes y valerosos guerreros arrastraban tras de sí legendarias historias, en las que el arrojo, el valor y el honor eran sus principales ingredientes, aunque no estaban exentas de ciertas intrigas. Muchos los admiraban y seguían de forma fanática, incluso, más de una vez, las más jóvenes entraban en un estado de histeria y delirio, que solían terminar en desmayos, protagonizando situaciones un tanto embarazosas.
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En cambio, los nobles y afamados guerreros de mayor edad, contrarios a este tipo de comportamientos, fulminaban con sus severas miradas al gentío, que se precipitaba a agachar sus cabezas como señal de respeto.
El cotilleo perseguía a los siempre enamorados Gara y Jonay o a la bella Tenesoya, acompañada de su francesísimo marido. En cambio, el caso de la desafortunada y triste Iballa era distinto, la gente se compadecía de ella apenada por su trágico destino: la muerte anunciada de Hernán Peraza, su amante y hermano de leche.
Entre los príncipes y delegados de las distintos bandos destacaban, por su altivez y elegancia, Tiguiza. Decían de él, en cambio, que no era digno de las cualidades de un noble. Algunos rumores hablaban de su afición a los juegos de azar, de su vida ociosa y de ciertos escarceos amorosos con mujeres vulgares, que no buscaban otra cosa que la fama.
Como era costumbre, pasada algunas horas comenzó a oírse el ensordecedor zumbido de las caracolas que anunciaban la llegada del séquito real, ascendiendo por el graderío un bosque de varas, lanzas y pendones hasta la tribuna, donde el Gran Mencey se sentaba en su trono de cantería recubierto con pieles de cabras. El aire solemne que lo envolvía y la imagen de aplomo que quería aparentar se desvanecía fácilmente mostrando esa fragilidad que se percibía en su mirada
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huidiza y la inquietud de sus posturas, sin saber qué hacer con sus manos. El Gran Mencey perdía con facilidad los nervios; cuando esto ocurría se expresaba con dificultad sin poder articular frases coherentes entrecortadas por suspiros que aderezaban su ansioso carácter. De estatura baja, pero espalda doblada, su barba poco poblada dejaba ver una piel maltratada por pequeñas erupciones que con frecuencia terminaban en llagas y heridas sangrantes, como sus labios mordisqueados.
Tras él, se exhibían sus nueve hijos varones, que, a diferencia del Gran Mencey, eran altos, muy corpulentos, con grandes barbas, duras facciones y miradas severas que delataban su origen real confirmado por sus respectivas añepas.
De todos ellos, llamaba la atención el que aparentaba ser el más viejo, por su larga cabellera y su barba encanecida. Realmente parecía tener más edad que su propio padre. Celoso y desconfiado, al Gran Mencey le sorprendía y le costaba aceptar que fuese el padre de su primogénito, hijo de su primera mujer, y no lograba entender cómo era posible que, cuando él era solo un niño, jugara con su propio hijo. Quizá por eso siempre desterraba a sus hijos más sospechosos a los bandos más alejados y les incomodaba su presencia.
Aguahuco, su hijo bastardo y el más joven, siempre se sentaba en las gradas de enfrente, en lo más alto, junto a los jóvenes alzados o ultras. Estos iban casi
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desnudos con sus cuerpos pintados de azul y blanco, mientras gritaban, bailaban y reían sosteniendo en sus manos sus grandes cachimbas de extraños olores.
En las grandes ocasiones como ésta, el Gran Mencey siempre se hacía acompañar del Guanarteme de turno, que participaba en las labores de gobierno. Los Guanartemes, antiguos reyes, disputaban el trono a los menceyes, con los que colaboraron, ayudando a los europeos a someter a la Isla, frente a los que se empeñaron en resistirse a ser conquistado. El Señor de los Vientos era el Guanarteme, considerado por muchos como el “Gran Traidor”, por ser el autor del tratado por el cual la Isla se sometió a los conquistadores a cambio de ciertos fueros o derechos. Su elevada estatura impresionaba casi tanto como el inmenso estandarte o pendón, que colgaba sobre un mástil de diez metros de altura, y que siempre hacía llevar con él. Con la elegancia que lo caracterizaba, no solía llevar tamarco, sino lujosos trajes flamencos, florentinos o de otras plazas europeas. No era de extrañar que prefiriera que lo llamaran Windlord, más acorde con sus refinados gustos y preferencias europeizantes. Su afamada superstición explicaba su ubicación, siempre sobre siete escalones más alto que los demás. Decían que su meteórico ascenso en el poder provenía de ciertos poderes mágicos, que le permitía conseguir todo aquello que se proponía.
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Todo estaba a punto para comenzar y, como era costumbre antes de iniciarse la asamblea, se realizaba rituales religiosos y juegos deportivos, en los que participaban los más afamados luchadores.
La rivalidad entre los luchadores de los distintos bandos se respiraba en las gradas. Un histerismo colectivo ensordecía el recinto con gritos y cantos. Entonces el graderío se transformaba en un fragoso mar de brazos que agitaban ramas y hojas de palma. Los más grandes luchadores y las jóvenes promesas saltaban a la arena, donde, tras desfilar impasibles saludaban a sus contrincantes. El aplomo de los veteranos contrastaba con la excitación de los más jóvenes, pero todos ellos reflejaban en sus rostros un espíritu de nobleza y humildad que siempre se hallaba muy por encima del orgullo.
Aunque en su mayoría eran nobles y ostentaban el título de guayres, algunos eran de origen humilde, que con sus proezas bélicas o deportivas habían conseguido la admiración y el reconocimiento de todos. Tal era el caso del joven valeroso de Arehucas, Doramas, también conocido por Tonono. Estos héroes estaban en el corazón de todo el pueblo, que aún recordaba con orgullo y nostalgia a los que ya habían desaparecido, o a los que, como aquel joven Guayre, fueron deportados y vendidos en el Continente. Se sabía que, el joven Guayre, desde el Reino de Valencia, sería vendido en otros lugares, recorriendo su nombre
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por todo el Reino, hasta que finalmente alguien pago su rescate y la carta de libertad.
Los faycanes solían ser los mandadores de los equipos de luchadores. De todos ellos el faycán de Telde, Rodríguez Semidán, era de los más expertos. Con su rotunda mirada censuraba a los jóvenes luchadores que, casi desnudos con vistosos dibujos amarillos en sus cuerpos, se movían ágilmente en el terreno, para evitar las envestidas del contrario o esquivar la bola de cuero, que los adversarios blanquiazules lanzaban violentamente contra ellos. Cuando el impacto era tan fuerte que hacía sangrar al jugador, por la nariz u otra parte de su cuerpo, éste quedaba descalificado y era expulsado del terreno ante las advertencias del público que gritando “¡roja!¡roja!” hacía referencia a la sangre que tanto repugnaba a esta sociedad.
Solía transcurrir varias horas hasta que uno de los dos equipos quedaba eliminado al superar las descalificaciones del contrario. Terminado el encuentro, los gritos de alegría de los vencedores ahogaban los lamentos de los vencidos y sus seguidores que, llevándose las manos a sus cabezas, se golpeaban mientras salían apresuradamente del recinto apesadumbrados y avergonzados.
En ciertas ocasiones, cuando algunos guayres y faycanes, sintiéndose deshonrados, no asumían la derrota, se lanzaban al vacío al grito de “¡vacaguaré!”.
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En otras, eran los mismos seguidores los que, desesperados, tomaban esa decisión, despeñando a los mandadores que consideraban responsables de la derrota sufrida, con la esperanza de que un mejor mandador recuperase el honor perdido.
Una vez concluido el encuentro, una nube de frailes franciscanos, que eran los únicos que sabían escribir, rodeaban a los luchadores y faycanes para redactar las crónicas, que luego contaban en las distintas parroquias. Solían ser muy prudentes en sus preguntas y comentarios. Más les valía. No era la primera vez, según decían algunos, que estos monjes-cronistas aparecían aplastados por grandes piedras o despeñados en las profundas simas o barrancos debido a sus atrevidos comentarios.
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3. El Tagoror

El silencio acompañaba los pasos del reo, un desgraciado muchacho de no más de catorce o quince años. Cabizbajo, andaba casi arrastrando sus pies descalzos, empujado por los alguaciles que lo custodiaban. Sus ojos, sellados por lágrimas secas, se escondían en su cara curtida y polvorienta, que colgaba de su enjuto cuerpo desnudo y sucio. El joven muchacho no advirtió al hermoso canario de color verde que rompía el aire quieto, al pasar revoloteando, casi rozándolo, cantándole un triste secreto.
Los notables de la asamblea, hieráticos, presenciaban con frialdad la terrible escena junto a los atormentados parientes del delincuente. Su joven madre moría de dolor retorciéndose a la vez que se cubría su cara, y de repente, como si estuviese ensayado, los dos, madre e hijo, levantaron sus miradas para encontrarse y romper a llorar entre gritos, mientras la una y el otro eran sujetados por familiares y fayacanes respectivamente.
El cuerpo, atado y tembloroso del joven, fue presa fácil de las rudas y fuertes manos de los fayacanes
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que lo arrastraron hasta la pared del fondo donde lo empujaron, desplomándose bruscamente sobre la arena. La desesperación del condenado se transformó en llanto y pánico a medida que escuchaba la sentencia, mientras se revolvía intentando ponerse en pie sin conseguirlo. Luego surgieron los gritos de dolor al recibir los impactos precisos de las piedras que rebotaban en su cuerpo ensangrentado. Los desgarradores gritos se fueron ahogando hasta adormecerse. Momentos después, los lamentos de los familiares también se alejaron, siguiendo la estela del cuerpo inerte, que fue arrastrado al exterior del recinto. El triste y tierno recuerdo se mezclaba con el remordimiento de aquel padre que había visto suplicar a su hijo pidiéndole perdón por haberlo ofendido, delito que era castigado con la máxima pena.
Tras unos minutos de eterno silencio, las frías estatuas parecían volver a respirar, unas aliviadas, otras suspirando como si les faltasen el aire. Incluso el Gran Mencey luchaba por evitar que manasen pequeñas lágrimas de sus nerviosos ojos enrojecidos, al igual que otros que con sus barbas mojadas disimulaban torpemente el interior de sus almas encogidas.
Poco a poco, fue surgiendo, en aquel lugar, algunos sonidos que parecían ascender en forma de burbujas, mezcladas con el humo que empezaba a salir de las cachimbas envolviéndolo todo. Los gentiles hombres carraspeaban antes de comenzar a hablar en
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voz baja con los más próximos, hasta que fue surgiendo algunas sonrisas que solían terminar en carcajadas, que dejaban ver los grandes dientes desgastados, por masticar la arenilla de los molinos de piedra que se mezclaba con el gofio triturado.
Desde hacía algún tiempo, el término de “gentilhombre” había perdido toda su masculinidad desde que ciertas mujeres accedieron a la Asamblea por designación real. Algunas harimaguadas y la guayresa Andamana resumían la aportación femenina en la Cámara. Los hombres aún no se habían acostumbrado a su presencia y, aunque correctos con ellas, no solían darles conversación. Quizá se debía a que los nobles tenían prohibido dirigirse a las mujeres, cuando se encontraban a éstas solas por los caminos, delito que estaba castigado con la pena de muerte.
Andamana no necesitaba oír ni hablar con nadie para darse cuenta de las cosas. Perspicaz, observadora y más inteligente que cualquiera de los hombres presentes, poseía un olfato especial para presentir los acontecimientos. Su demoledora oratoria estaba provista de una afilada ironía, que destrozaba a sus adversarios, a los que después golpeaba con una profunda y sonora carcajada ahogándolos definitivamente.
A sus cuarenta y tantos años largos disfrutaba de una exquisita madurez. Para ser mujer, tenía una respetable altura exagerada por su delgadez. En los días
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de calor, asomaban sus hombros de suave piel dorada. Su largo cuello, tensado por esbeltos músculos, quedaba al desnudo cuando se recogía su larga cabellera sobre su espalda, bajo la que aparecían unas afiladas orejas. A veces, cuando el verano aligeraba su ropa, se adivinaban unos pechos decididos, bajo los cuales las costillas se sucedían estrechando su vientre hasta su marcada cintura, donde nacían unas caderas cómplices de hermosas nalgas, por las que se deslizaban unas fuertes pero delgadas piernas contorneadas.
La alegre mirada del curioso se sobresaltaba cuando, de repente, era interceptada por sus brillantes ojos negros, que resaltaban en el antifaz, clavándose en los ojos de los atrevidos profanadores. Un escalofrío recorría sus cuerpos antes de poder liberarse apresuradamente de su imagen. Andamana no dejaba de ser un personaje controvertido. Considerada mitad princesa, mitad bruja o adivina, siempre era el centro de todas las miradas escondidas y los comentarios más sórdidos.
Los más viejos aún la recordaban cuando era aquella niña dulce y juguetona, justo antes de ingresar en el Cenobio. Sus correrías siempre terminaban en los brazos de su orgulloso padre, una escena seguida atentamente por su madre que la vigilaba complaciente.
Andamana no era la misma. Lo dejó de ser cuando el humo asfixió su adolescencia y el fuego su gracioso joven rostro. La muerte trágica e inesperada de
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su madre pareció hundirla en un mundo gris e insensible, y sobre sus delicados hombros cayó el peso de muchos años aplastando su juventud. Sin embargo, no se refugió en la locura o la desesperación, ni se marchitó su vitalidad como su belleza. Los dos largos años en los que estuvo recluida en Chipude, recuperándose de sus graves heridas, la hizo más fuerte. Sus lágrimas se endurecieron para nunca más volver a llorar. Ni siquiera las siguientes desgracias ensombrecieron su mirada.
Aún se sorprenden los lugareños cuando recuerdan cómo la vieron bajar sola por el escabroso sendero que desciende desde la Fortaleza de Chipude hasta el pueblo. Parecía un ser fantasmal, envuelta en harapos y el rostro cubierto. Sabían que era ella, no podía ser otra que la princesa Andamana, aunque nunca la habían visto desde que la dejaron allí, dos años antes, al cuidado del viejo Gerehagua y su mujer.
El despreciado Gerehagua hacía las funciones de enterrador y embalsamador, pero sus amplios conocimientos lo facultaban como sanador. Muchos acudían a él, a pesar de despertar en sus pacientes un cierto pavor y repugnancia. No era de extrañar, aquel viejo, descuidado y maloliente, tenía un carácter irascible que lo hacía acreedor de su fama de loco solitario, por lo que los niños corrían despavoridos, cuando el viejo se les acercaba.
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La niña, que vieron subir hacía dos años, bajaba ahora en forma de mujer, arrastrando una larga sombra enlutada, cuando Magec comenzaba a esconderse tras aquella Fortaleza de Chipude, uno de los más imponentes macizos de la Isla sobre el que se sostenía el cielo.
–¿Eres Andamana, verdad? –le preguntó una de las viejas que, adelantándose a los chiquillos asustados, parecía querer protegerlos del misterioso ser.
–Sí, soy yo –respondió la joven mujer, pareciendo que a acababa de descubrirlo, sin dejar de mirar a su alrededor, como comprobando que todo estaba en su sitio, mientras en su interior retumbaba una y otra vez la misma idea –“Soy Andamana, ¡Soy Andamana!”.
–¡Pero mi niña! ¿Cómo te has atrevido a bajar sola por ese peligroso sendero? –preguntó preocupada la vieja, con un tono tierno y cariño, a la vez que intentaba rodearla con sus gruesos brazos sin conseguirlo, como si pretendiera protegerla sin saber de qué.
–No he bajado sola –contestó Andamana con gesto indiferente mientras seguía mirando a ninguna parte.
–¿Ah, no? ¿y dónde está Gerehagua? ¿Se ha quedado atrás? – preguntaba la vieja a la vez que unas preguntas hacían de respuestas a las anteriores.
–Llegaron antes que yo –respondió la joven princesa, provocando que la vieja la soltara, dando un paso atrás y mirando para todos los lados, como si estuviese buscando a la repugnante pareja.
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Andamana prosiguió su camino. Los del lugar no lograban entender cómo era posible que Gerehagua y su mujer hubiesen bajado por el sendero sin que nadie se hubiese percatado de ello. No había otro modo de descender, o eso creían. Unos días más tarde, algún pastor encontró a Gerehagua y a su mujer. Yacían aplastados, contra unos peñascos, en el fondo del barranco, sobre el que se levantaba un acantilado de unos cien metros de alto por el que se ceñía un estrecho y peligroso sendero que ascendía hasta la Fortaleza.
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4. El debate

Dos golpes secos devolvieron a Andamana a la realidad y crearon un profundo silencio. El Gran Mencey no se caracterizaba, precisamente, por ser un gran orador. Nunca tomaba la palabra, más bien se la tragaba a duras penas con gran dificultad, destrozándola previamente, tras lo cual se apresuraba a tomar grandes sorbos de agua. Sin embargo, eran los oyentes los que más se desesperaban, intentando descifrar aquel extraño lenguaje. Sus orejas parecían moverse en el esfuerzo de entender, y, boquiabiertos, sus rostros se desdibujaban frunciendo el ceño y todos los músculos de la cara, a la vez que se pasaban sus manos por sus nucas, masajeándolas, como si con ello intentarán relajar su mente con la esperanza de entender algo de todo aquel amasijo de palabras torturadas sin piedad. Finalmente, todos los presentes quedaban aliviados, cuando el Guanarteme de turno comenzaba diciendo: “Lo que el Gran Mencey quiere decir es que…” y este asentía con su cabeza sin dejar de beber agua.
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En realidad, la mayoría de los nobles poseían escasas habilidades dialécticas. Tenían prohibido trabajar con las manos, cosa reservada para los achicaxnas, y solo se dedicaban al noble arte de la guerra y la pesca. Las guerras habían caído en desuso, lo mismo que la pesca, salvo excepciones como el ya comentado Señor de los Vientos, que tenía fama de pescar grandes salmones en algunos barrancos, por lo que los nobles preferían pasar su tiempo libre en copiosos banquetes, que celebraban bajo cualquier pretexto. Por ello no era de extrañar que muchos nobles fuesen identificados por su gran obesidad, fruto de sus excesos gastronómicos y falta de ejercicio. Entre éstos sobresalía Guayasen el Bueno, tío de Windlord, gran orador y respetado noble, que destacaba en las labores de gobierno y al que siempre se tenía en cuenta en los grandes asuntos de Estado. Su dilatada experiencia y su buen hacer, lo convertían en una voz autorizada, que siempre conseguía dar respuesta a los retos planteados en la Asamblea.
Su voluminoso cuerpo siempre estaba acompañado por un nutrido grupo de consejeros, que lo ayudaban a subir por la grada o acudían en su auxilio cuando intentaba en vano levantarse para hablar en el Tagoror. Su estado físico era, sin duda, el resultado de su falta de ejercicio físico, aunque, a veces, sorprendía a todos cuando se empeñaba en luchar
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contra los luchadores más jóvenes y atractivos, a los que trataba con bondad y cariño.
El Señor de los Vientos tomó la palabra, tras descender hasta la arena, situándose delante del pequeño altar, donde se exhibían los restos óseos del más antiguo antepasado de los menceyes. Al sacudir su elegante traje, se sobresaltó por los cantos de una endecha La Isla de moda.
–¡Coño! –fue su primera palabra –¡jodido móvil!–exclamó entre dientes ante las risas del auditorio.
Tras desconectarlo apresuradamente, se recompuso volviendo a estirarse, levantando exageradamente su cabeza y extendiendo sus brazos, mientras dirigía la mirada a los allí presentes con la debida sonrisa, un tanto forzada.
–Dos grandes problemas nos ocupa hoy: la llegada masiva de inmigrantes a nuestras tierras y la huelga de los achicaxnas –empezó a decir el Guanarteme, mientras no dejaba de mirar a la Guayresa, que era la responsable de Asuntos internos.
El conflicto por la sucesión en el trono se mantenía. Andamana era la niña–reina que transmitía por línea matrilineal el derecho al trono heredado de su madre, ya que era la única hija del Mencey. Como se sospechaba, el Guanarteme estaba interesado en fomentar y demostrar la ilegitimidad de Andamana, y por tanto poner en duda la paternidad del Gran
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Mencey. De confirmarse este extremo, el derecho de sucesión al trono pasaba a la familia de los Guanartemes. No era de extrañar, por tanto, la mutua antipatía que se debían los dos personajes. Atando cabos, a Andamana no le costó averiguar que fue el mismo Guanarteme el que extendió el rumor sobre la infidelidad de Mulagua, madre de Andamana y reina consorte del Gran Mencey, viéndose obligado, el mencey, a realizar la fatídica prueba.
–Día tras día –prosiguió el Señor de los Vientos– llegan a nuestras costas cada vez más gente, contagiando la raza y la sangre de nuestros antepasados. En nuestra patria ya somos demasiados. ¡Debemos dar una respuesta enérgica al aumento de la población antes de que sea demasiado tarde! –concluyó Windlord, con semblante serio y triunfal, al comprobar que muchas cabezas asentían y algunos gritaban afirmativamente.
–¿Y cuál sería esa respuesta enérgica? –preguntó uno de los más viejos.
–Expulsaremos a todos cuyos padres no hayan nacido en nuestra tierra –contestó el Guanarteme sin poder evitar, inconscientemente, mirar firmemente a Andamana.
Andamana le correspondió con una sonrisa. Los rumores que el Guanarteme había propagado años atrás se referían a la sospechosa relación amorosa de la
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reina Mulagua, su madre, con un navegante europeo llamado Cristóbal.
–¿No sería mejor exterminarlos a todos? –preguntó Andamana con un tono ingenuo pero a la vez desafiante.
–¿Exterminarlos? –preguntó el Guanarteme, como si devolviera la pelota para ganar tiempo. La nueva propuesta hacía que la suya no resultara tan enérgica y, de alguna manera, lo dejaba en evidencia ante el pleno al no responder directamente.
–Sí, exterminarlos –insistió la princesa Andamana, lentamente y con voz más suave, sin poder reprimir que se deslizara una leve sonrisa tras el antifaz.
Los asistentes se mantenían expectantes, observando como el Gran Pescador corría apresuradamente a recoger la pelota.
–¡Ja,ja,ja! –rió de forma exagerada, como si pretendiera con ello descalificar la propuesta –¡eso es imposible!¡Sería un disparate! –dijo el Guanarteme.
–Bueno, no sería la primera vez que se toma esa decisión –dijo alguien en la grada.
El Guanarteme se esforzó en localizar entre los asistentes esa voz que le resultaba tan familiar. Guayasen y su sobrino no tenían una buena relación. El primero no disimulaba su antipatía por el cínico y ambicioso sobrino. El segundo se mofaba y burlaba de los gustos poco ortodoxos de su tío. Siempre que podía, compartía los rumores y los chistes que circulaban
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sobre Guayasen el Bueno, a raíz de haber salvado la vida a un joven capitán portugués, capturado por los canarios en tiempo de guerra. Este hecho también enfurecía al Gran Mencey, que odiaba a los portugueses e italianos como Cristóbal, porque de hecho era incapaz de distinguirlos.
–Cierto –acertó a decir el Guanarteme sin saber a qué se refería su tío. No quería quedar en evidencia, sabía que si un hombre tan sabio como Guayasen lo decía es que era cierto.
–Hace casi cincuenta años, en la isla había mucha gente, demasiados para los pocos alimentos con los que sobrevivir –recordaba Guayasen– Los gobernantes de entonces tomaron una “enérgica” solución – ¿Es esa la que te gustaría? –le preguntó a su sobrino.
Andamana había encontrado accidentalmente un aliado. Mientras ella preparaba la red, Guayasen echaba la leche de tabaiba en el agua, que se utilizaba para adormecer a los peces. Pronto pescarían al Gran Pescador.
Dubitativo, al Señor de los Vientos se le había escapado una de las dos manos que parecía estar pastando sobre su refinada cabellera. A Windlord no se le daban las lecciones de Historia, pero no era el momento de reconocer tales limitaciones.
–La Historia es sabia, hay que aprender de ella. Si nuestros antecesores tomaron esa medida, nosotros
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debemos seguir su ejemplo –dijo el Guanarteme, haciendo suya la solución, sin saber de qué se trataba.
–Entonces, ¿te parece acertada que asesinemos a todos los niños menores de doce años, para que no siga aumentando la población? –le interrogó Guayasen.
–Bueno,… –decía sin concretar nada, el sorprendido Guanarteme.
Andamana por alguna razón conocía muy bien esa historia y, antes que el Guanarteme pudiera recuperarse de la sorpresa, intervino.
–Tras matar a todas las niñas y evitar de esa manera que tuvieran hijos cuando fuesen mayores, se redujo drásticamente la población. Pronto faltaron brazos para sembrar y recoger las cosechas, muchos animales quedaron abandonados a su suerte y entonces vino lo peor. La gran epidemia se extendió por todos los poblados, acabando con la vida de muchos canarios. Ninguna familia quedó exenta de pagar tan alto tributo. Las aldeas, los campos y las islas se despoblaron. Pocos años más tarde llegaron extranjeros con la intención de conquistar la isla. Para cuando eso ocurrió, ya no había brazos jóvenes y fuertes que sostuvieran sus magados para luchar por nuestra libertad. Tienes razón: la Historia es sabia. Por eso hay que estar a su altura para no repetir los errores ya cometidos –concluyó Andamana en medio de un gran silencio, mientras captaba las miradas que torpemente se dirigieron al Guanarteme esperando una respuesta. No la hubo.
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El Gran Pescador se revolvía en la red intentando escapar y, cuando se disponía a hablar, se vio sorprendido otra vez por el sonido del móvil que creía haber apagado.
¡Cóño! –volvió a exclamar, provocando, de repente, un mar de carcajadas incontrolables en todo el recinto. Solo el padre de Andamana, miraba serio y fijamente a su hija con la intención de reprenderla. No podía, era incapaz de hacerlo. Se sentía tan pequeño… Su severa mirada fue correspondida por la de ella que susurraba entre dientes – ¡Gran Imbécil!
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5. El enfrentamiento

El viejo erudito recorrió la Historia desde que Dios puso a los achimenceyes sobre la tierra:
- Más tarde los achicaxnas llegarían para servirles y nuevos achicaxnas irían llegando tras los primeros. Desde Tarsis hasta el Níger y desde el Atlas hasta Chinet llegaron oleadas de hombres y mujeres con sus ganados y enseres. Todo cuanto trajeron es todo lo que somos. De aquellas semillas surgió el Gran Árbol, que los bimbaches llaman Garoé, ese inmenso drago que los extranjeros confundían con un dragón que custodiaba las manzanas de oro, y a cuya sombra creció nuestro pueblo. Aún hoy siguen llegando pálidos europeos y barcos negreros de los que escapan muchos hombres y mujeres de piel oscura y tiñen con su color aldeas y pueblos de la costa del Sur. Todos y cada uno de ellos son nuevas semillas, de dónde brotarán nuevos árboles y nuevas sombras. No cortemos los árboles. No dejemos que se sequen nuestras raíces. Dejemos que sean más profundas y nos veremos recompensados por la sombra que protege”.
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Su voz grave y pausada, su solemne oratoria y su poder de convicción siempre provocaban el mismo efecto: un silencio final, como si fuera un remanso de aguas limpias, que precede a los rápidos de aguas violentas y turbias, donde la quietud invita a encontrar con claridad lo que se busca. El hombre alto y refinado dio unas fuertes y pausadas palmadas, como si aclamara sarcásticamente a su tío, antes que el receloso Mencey interrogara a Guayasen.
–Eso está muy bien Guayasen –dijo de forma aprobatoria– pero, ¿qué hay del problema? – recordando que aún no se había aportado ninguna solución.
–Estimado Gran Mencey –empezó a decir adulándolo– como bien sabes, uno de nuestros más grandes antepasados, el Gran Guanmagec, El Iluminado, fue el artífice de la unión de toda la Isla, mucho antes de que fuera conquistada. Los problemas en aquellos siglos no eran tan diferentes a los nuestros. Los escasos alimentos se repartían entre una numerosa población. Él fue quién hizo las primeras acequias, para regar los campos de cultivo y tener más grano, protegió los bosques y animales salvajes con severas leyes y creó los graneros reales, que hoy en día aseguran nuestro sustento. Hagamos leyes que propicien el desarrollo de los cultivos en las tierras que hasta hoy son improductivas, aprovechemos los beneficios de la agricultura para alimentar mejor al ganado,
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obtengamos más alimentos del mar con técnicas más provechosas…
–Sin embargo, ¿qué se le puede pedir a gentes ignorantes que trabajan como siempre lo han hecho sus antepasados? –volvió a preguntar el Gran Mencey.
–No habrá que pedir, al contrario, tendremos que dar. En realidad la solución al primer problema está en el segundo problema: los maestros –respondió Guayasen desvelando el misterio– son ellos los que enseñan a pescar y a cultivar; los que pueden conseguir que nuestros instrumentos y producciones sean mejores. Son ellos los que arrojan luz para que nuestros ojos puedan ver. Sin ellos no distinguiríamos el camino y nos perderíamos. Pero, si la luz no se alimenta con buena leña, ni se protege del fuerte viento, terminará extinguiéndose –concluyó Guayasén.
Las recomendaciones de Guayasen parecieron acertadas, pero sin solucionar el conflicto con los maestros todo quedaría en el mismo sitio. Era preciso discutir y acordar qué hacer con los maestros que lideraban la huelga. La mayoría de los aburridos nobles, reunidos en el Tagoror, esperaban con interés el nuevo asunto a tratar, no porque les preocupase lo más mínimo, sino por la prometedora discusión que se avecinaba entre el padre y la hija, eso les divertía.
El primero en “tomar” la palabra fue el propio Mencey .
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–Hoy estamos aquí para que los achicaxnas, que es un gran problema, concantemenando otros asuntos vuelvan a la realidad de las cosas por el bien de todos y a pesar de que no seremos los que demos el primer paso –terminó de decir el Gran Mencey, tras lo cual comenzó a tomar grandes sorbos de agua. Rápidamente intervino el Guanarteme, como era de esperar, mientras todos se preguntaban que había querido decir el Gran Mencey.
–Lo que el Gran Mencey quiere decir es que hay que afrontar el conflicto protagonizado por los maestros con urgencia y eficacia –El Guanarteme pronunciaba con mayor fuerza la última palabra a sabiendas que la responsable de la materia, a la que identificaba con su mirada, se sentiría aludida.
Andamana no tardó en saltar a la arena retadora –¿Y tú hablas de eficacia? Tú, que has traicionado a nuestro pueblo –le preguntó al Guanarteme en claro desafío.
–Todos saben que siempre he intentado conseguir lo mejor para nuestro pueblo –respondió el Guanarteme con un tono solemne.
–¿Ah, sí? ¿Y que has conseguido para ti? ¿Cómo te han pagado? –seguía interrogando Andamana con un tono acusador.
–¡Cállate, italiana bastarda! –le gritó, airado y sin poder controlarse.
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“Italiana” era el apodo preferido que utilizaba el Guanarteme para denominar a Andamana cuando lo sacaba de sus casillas, o para hacer chistes sobre ella en las tertulias que compartía con sus seguidores.
–Ja,ja,ja –reía Andamana, como siempre, cuando el Guanarteme la insultaba de esa manera, relacionándola con el navegante supuestamente amante de su madre, consiguiendo exasperar aún más al Guanarteme– Siempre resulta cómico oírte esa palabra, Señor de los Vientos –le dijo con retintín, a sabiendas que le molestaba que lo llamaran por tal apelativo en castellano y no Windlord como se hacía llamar– Es que tú eres tan legítimo que naciste doce meses después de morir tu padre –añadió Andamana sin dejar de reír, mientras muchos nobles se esforzaban por evitar hacerlo.
–¡Te prohibo que manches el nombre sagrado de mi madre! –le gritó Windlord.-Todos saben que tras la muerte de mi padre, mi desconsolada madre moría de tristeza, y por eso se prolongó tanto tiempo su embarazo –Terminó aclarando el Guanarteme, embargado de emoción.
–Te pido disculpas, honorable Guanarteme –dijo Andamana de forma inesperada, con gesto sincero y arrepentido, como si las palabras del Guanarteme hubiesen calado en lo más profundo de su alma.
–Las acepto y acepta tu las mías, Andamana, hija del Gran Mencey –le correspondió, viéndose
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obligado a ello y sorprendido por su poder de convicción.
–No puedo dudar de tu palabra, Gran Guanarteme, –le dijo Andamana– ciertamente, tu madre tenía que estar muy “desconsolada”… como para quedarse preñada nada más morir tu honorable padre –terminó de decir, antes de romper a reír junto a todos los allí presentes, que no pudieron evitar las carcajadas y perder la compostura mientras reían sin parar.
La escena resultaba de lo más grotesco: los desternillados nobles se retorcían en la grada, asfixiados y con los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas; más allá, al Guanarteme, con su rostro desencajado, parecía que las venas que se abultaban en sus sienes se le iban a reventar y los ojos a salirse de sus órbitas, mientras su cuerpo se contorsionaba, en su lucha desesperada por quitarse de encima a sus fieles seguidores que trataban de contener y apaciguar al desquiciado noble en su intento de descender los siete escalones para vérselas con Andamana, como si fuese el Laoconte con sus hijos luchando contra las serpientes.
–¡Andamana! –gritó furioso el Gran Mencey.- ¡Esto no va a quedar así! –seguía gritando, subido sobre un pequeño taburete.- ¡Mañana mismo te reunirás con los maestros para solucionar esto de una maldita vez! –le ordenó, en el preciso momento en que a uno de los fieles del Guanarteme se le escapó el famoso pendón de
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diez metros de altura, que sostenía con sus manos, cayendo amenazadoramente al inclinarse sobre los allí presentes, y, aumentando su velocidad de caída, fue a parar contra el mismísimo Mencey, que, golpeado por la espalda, salió volando hasta estrellar sus huesos con los de su antepasado que reposaban sobre el pequeño altar.
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6. Amurga

Su antifaz de piel de cerdo le daba una cierta seguridad, como si la protegiese contra los dardos envenenados de sus adversarios. Bajo ella podía ocultar toda su rabia y poner a salvo su debilidad. Era consciente de que la gente la miraba como un ser extraño. Su rostro disfrazado era la puerta cerrada al deseo de los hombres. Solía pensar que una mujer que no se sentía deseada ni bella no se podía sentir mujer. Eso no le preocupaba. Había aprendido desde muy joven el valor de las cosas, sacrificando el deseo y la belleza por algo más valioso para ella: la ambición. Su aparente insensibilidad no le restaba pretendientes. Como el hierro al imán, muchos hombres veían en ella algo más que una mujer: la forma fácil para alcanzar el poder. Cuantos hombres llegaron hasta su puerta, fueron destrozados y humillados sin piedad. Los grandes y corpulentos nobles se transformaban en enanas ratas cobardes que huían escandalizados.
Cierto día, cuando las alocadas palmeras eran despeinadas por los vientos del sur, que silbaban
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desesperadamente como si fuera un quejido de las almas vagabundas, se vio subir una silueta por los estrechos caminos que llevan hasta el Macizo de Amurga. Jadeante, pero con paso firme, trepó hasta la meseta, cuando la noche lo invadía todo. La pedregosa montaña, cubierta de una alfombra de losas de basalto, parecía moverse, como las tabaibas y cardones que eran cruelmente flagelados por la ventisca. Las lajas de piedras chocaban unas contra otras, al deslizarse por las resbaladizas pisadas, produciendo un sonido cristalino que se asemejaba a una marcha nupcial.
A medida que se acercaba a la vieja choza, se empezó a oír alaridos de grandes perros que fueron a su encuentro. Andamana no se acobardó, al verse rodeada por los grandes bardinos, que ladraban histéricamente exhalando un vaho cálido. Un fuerte silbido los contuvo y, obedientes, retrocedieron, pero sin dejar de mirar amenazadoramente a la intrusa. El joven y fornido pastor se erguía, delante de la puerta de la choza, expectante, callado e inmóvil. Andamana prosiguió hasta él sin perder el paso. Envuelta en su larga capa negra, y ocultada tras el antifaz, escondía cualquier rasgo humano, confiriéndole un aspecto realmente fantasmal. Al verlo, reconoció al hombre del que le había hablado la pitonisa, y con su acostumbrada prepotencia solo cruzó una frase con el joven –“Quiero que seas mío” y estiró la mano para cogerlo, como si fuera un trapo.
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* * *
Cuando abrió los ojos, lentamente, estos quisieron cerrarse. Solo uno de ellos consiguió ver la escasa luz que salía de aquel hogar cercano a la puerta. Tumbada sobre las pieles de cabra, podía ver la viga de madera que cruzaba la habitación para apoyarse en el muro opuesto. Palos más pequeños se apretaban entre sí para soportar las ramas mezcladas con pequeñas piedras, arena y barro. En los muros de la choza cruciforme, colgaban estantes llenos de pieles, zurrones, y algunos gánigos. El fuerte olor de animales se mezclaba con el agradable olor de hierbas aromáticas y el humo se confundía con el vapor envolviéndolo todo.
A duras penas podía moverse. Sus huesos y sus carnes morían de dolor cada vez que intentaba llevarse la mano a su ojo hinchado. Cuando lo hizo se dio cuenta que estaba ¡desnuda! Su antifaz había desaparecido. Su rabia le producía más dolor hasta que se rendía. Sin antifaz se sentía insegura y vulnerable. Con gran esfuerzo y dolor logró ladear su cabeza hasta encontrar al culpable de aquella situación. De espaldas a ella, el joven revolvía en cuclillas aquel enorme caldero que se encontraba colgado sobre el fuego, de donde salía una columna de vapor hasta el bajo techo.
Sin fuerzas para pronunciar ni una palabra, empezó a recordar como salió volando cuando se disponía a coger aquel “trapo”. Su cuerpo impactó
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sobre los guijarros cortantes tras recibir el fuerte puñetazo un par de metros antes.
La sombra se agrandaba anunciando al joven que se acercaba a ella con algo humeante en las manos. Una especie de temor y rabia se mezclaban confusamente en las entrañas de Andamana cuando Gumidafe le puso cuidadosamente la cataplasma caliente sobre el dolorido párpado hinchado. Un pequeño grito de dolor, que quería salir de aquel cuerpo agotado, se ahogó ante el inesperado alivio. El frío de la noche parecía zarandear a la joven mujer que tiritaba martilleando sus dientes. El inexpresivo Gumidafe la cubrió tiernamente con una manta hecha con pieles cosidas. Andamana seguía confusa y, avergonzada por exhibir su deformado rostro desnudo, suplicaba a las sombras que la ocultasen, a la vez que se sentía protegida y agradecida por el trato que recibía de aquel desconocido.
Rendida y agotaba se quedó dormida intentando recordar la última vez que recibió el abrazo cálido de su madre antes de entrar en el Cenobio, fue la última vez que sintió ternura.
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La noche se había despedido cuando se coló un rayo de sol entre las grietas del techo, despertando a Andamana. Su brazo hizo un intento de defenderse de
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la luz, casi no podía. Su cuerpo parecía una figurilla de barro endurecida al sol. Milagrosamente se incorporó quedando sentada sobre las pieles de cabra.
Una gran familia de moscas celebraban el milagro mientras la pellizcaban para asegurarse de que estaba viva. El viento y el joven muchacho habían desaparecido pero el frío aún le hacía compañía. Aturdida, sentía una mezcla de hambre y fatiga. Cuando intentó ponerse de pie sus piernas no resistieron. El esfuerzo la hizo suspirar profundamente, mientras oía sus latidos.
Se quedó quieta, intentando interpretar los distintos sonidos que se escribían sobre el silencio. Se oían cabras a lo lejos, algún ladrido, el zumbido de obesas moscas y de repente el chillido producido al abrirse la puertezuela de la choza construida con cañas. Gumidaje se agachó para entrar, llevando un cuenco de leche en sus manos que se lo ofreció a Andamana, que, tapándose su cara, le exigió al pastor que le devolviese el antifaz.
El joven pastor no la miraba, como si no estuviera. Después de masajear el zurrón, le ofreció una pella de gofio de trigo y centeno. El orgullo de la princesa no se resistió, ante el deseo de saciar el apetito, y empezó a beber con desesperación la leche espumosa de cabra y echarse a la boca grandes bocados de aquella cremosa pella de gofio.
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Sin terminar de tragar dijo con cierta solemnidad:
-Soy la Princesa Andamana. –Gumidafe contempló a aquella joven magullada por todo su cuerpo, con su larga cabellera rizada desordenada y sucia; el párpado hinchado, que impedía abrir su ojo ennegrecido por el hematoma; su deformado rostro y su boca, que se desfiguraba al devorar la deliciosa masa, y por donde salían pequeños ríos de leche enturbiada por el gofio. Realmente la Princesa, si quería impresionar al solitario pastor, había elegido el peor momento para hacerlo. En los esquemas mentales del joven, Andamana había pasado de ser un fantasma a una loca. Y, sin decir nada, Gumidafe se dio media vuelta con la intención de salir.
–¡Te lo suplico, dame el antifaz! –le gritó la joven, que se sorprendía a sí misma por implorar por primera vez algo a alguien.
–No lo necesitas, estás mejor así –le respondió antes de estirar la mano hasta uno de los estantes y arrojarle la máscara para acto seguido desaparecer atrancando la humilde puertecilla.
Andamana seguía escuchando los latidos de su corazón y mirando la puerta, como deseando volver a verlo. Su mano acariciaba su cara recordando las únicas palabras que había escuchado de Gumidafe y resistiéndose a volver a ocultarse bajo su otra piel, como si se negara a ser nuevamente encarcelada.
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Solo quería un hijo de aquel hombre, un hijo que le permitiese llevar a cabo su ambicioso proyecto. Cuando le contaron por primera vez la triste historia de Gumidafe no sintió compasión. Solo vio al hombre perfecto para conseguir el fin que se proponía.
Sin embargo, Gumidafe era distinto a los demás hombres aduladores que venían en su búsqueda con las manos llenas de regalos. Por el contrario, él al verla le dio un fuerte puñetazo, dejándola inconsciente y dolorida. ¡Realmente era distinto a los demás!
* * *
Le habían contado que la madre de Gumidafe era una humilde joven achicaxna del poblado de Arteara, que había sido prometida a un serio campesino, muy trabajador y un poco mayor que ella. Como era costumbre el Señor o Guayre del Cantón al que pertenecía el poblado tenía el derecho de pernada sobre las jóvenes casadera. El triste y viudo noble se enamoró de Tasirga y ésta se quedó prendada de su amabilidad y ternura.
Siempre cabía la posibilidad de que el primer hijo de las achicaxnas fuese hijo de sus señores, convirtiéndose el recién nacido, en ese caso, en noble o hidalgo; pero si sus maridos las repudiaban o ellas regresaban a casa de sus padres, sus hijos se convertían en ilegítimos.
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Esa noche Tasirga y su triste señor se despidieron llorando al saber que nunca más volverían a estar juntos. El mismo día había sido el más feliz y el más desgraciado de la vida de Tasirga que, profundamente enamorada del viudo señor, huyó a casa de sus padres.
Meses después, nació Gumidafe en la casa de sus abuelos, que se dedicaban principalmente al pastoreo. Su madre era inmensamente feliz. Una tarde, como era costumbre y tras amamantar a su pequeño hijo, corrió hasta la cueva que se escondía en lo alto de las laderas del valle, tras el recodo del barranco. Ese lugar, desde el que se podía divisar el verde palmeral, y entre el que se escondían las chozas diseminadas, era para ella un pequeño paraíso donde pasaba horas y horas con su noble amante. No lo encontró. Sorprendida, y tras andar en su búsqueda, se encontró muy cerca de allí a su despechado marido. Él la saludó cortésmente, preguntándole por el recién nacido. Tasirga conmovida rompió a llorar suplicándole que la perdonara por haberlo humillado, pero él la consoló quitándole importancia, mientras bajaban juntos por la vereda. En un lugar donde se estrechaba el camino, el campesino le ofreció su mano a Tasirga para que pudiera sortear el peligroso paso. Ella aceptó el gesto agradecida, pero, cuando estiraba su cuerpo para superar el vacío, no pudo evitar mirar hacia abajo. Fue, entonces, cuando Tasirga, horrorizada, reconoció el
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cuerpo inerte de su amado que yacía en el fondo, despedazado entre los riscos al pie del acantilado. Fuertemente sujetada por su marido, lo miró a los ojos, que parecían salirse de sus órbitas, enrojecidos y llorosos, su cara tensa se descompuso al lanzarse al vacío arrastrando con él a la desgraciada madre. Los celos, la humillación, la venganza, la pasión, la amabilidad y la ternura salían por las venas de aquellos tres desdichados esparcidos en el fondo del barranco junto al riachuelo.
Gumidafe se crió entre montañas al cuidado de su abuelo, teniendo por compañía cabras, perros y lagartijas. En el invierno recorrían las verdes y pedregosas montañas y los profundos barrancos del sur de la isla hasta llegar a la costa, donde se extendía la llanura fértil y rebosante, que se mostraba generosa con el ganado hasta que llegaba el reseco verano. Era entonces cuando subían a las cumbres más altas en busca de mejores pastos. A medida que pasaban los años, Gumidafe se parecía más a su fornido padre. Nadie como él lanzaba las piedras con tanta precisión, pero lo que resultaba más espectacular era verlo deslizarse con su larga vara por escarpadas laderas y acantilados. Esa sensación de estar volando lo hacía sentirse libre y feliz. Su agilidad, fuerza y reflejos en el salto lo convertía, también, en un luchador invencible en la lucha con el palo. Pronto demostraría su valor y arrojo en el campo de batalla.
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* * *
Cientos de hombres corrían barranco abajo, para defender las costas de Argaynigyn de los extranjeros buscadores de esclavos. El instinto de supervivencia hacía que toda la tribu se lanzara hacia el mar en busca de sus hijos y hermanos capturados. Las saetas y ballestas hacían blanco fácil en aquellos cuerpos casi desnudos. Los inexpertos y desesperados guerreros-pastores caían ensangrentados y doloridos en los campos abiertos como presas de caza. Fueron sucediéndose las derrotas, pero también fueron conociendo a sus enemigos y aprendiendo de sus propias ingenuidades. Aprendieron a esperar, a ser un solo hombre y esconderse como las lagartijas. La sorpresa se convirtió en su mejor arma hasta ser respetados y temidos. El joven Gumidafe fue reconocido por todos. Había destacado, no solo por su bravura en el campo de batalla, sino por su astucia, convirtiéndose en el héroe del poblado, el guía que arroja luz en las noches del miedo, como una tibia calma que da seguridad y confianza.
Su abuelo le había enseñado casi todo, pero ya no estaba. Lo había dejado solo. Ya no había nada que celebrar. Quince días estuvo al lado del viejo, que se secaba al sol sobre una gran piedra. El mismo construyó el gran túmulo que sería desde entonces su
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morada. Una última mirada, una sonrisa cariñosa y Gumidafe volvió a subir al Macizo de Amurga para perderse entre la soledad.
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7. La profecía
La tarde invitaba a saborearla. Andamana observaba ensimismada las nubes que parecían derretirse bajo la bóveda celeste sostenida por las altas montañas. Decían que las nubes eran las almas de los muertos, y que volverían a nacer imitando las caras de las madres que las mirasen. Quizás algunas de ellas correspondían a la de los dos hijos que la vieja pitonisa había presagiado que iba a tener con Gumidafe. Le había contado, sin que Anadamana lograra entenderlo, que uno reinaría sobre la Tierra y el otro sobre el mar.
Aún recordaba sobrecogida cómo había llegado hasta allí antes de que todo desapareciera. Al subir por el estrecho camino polvoriento, el paisaje reseco y moribundo clamaba a Dios para que las lluvias ahogaran su sed. Las tabaibas aburrían las laderas con su monotonía, y tan solo los cardones rompían la rutinaria estampa iluminando con sus candelabros. De repente, y cuando el camino parecía desfallecer al final del desfiladero, la respiración se cortaba al contemplar todo aquello. Un inmenso vacío lo llenaba todo. Las inmensas paredes de la Caldera lo rodeaban como si
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quisiera guardar y proteger un secreto. Abajo, donde nacían los barrancos que se ahogarían en el mar, un tapiz verde de olivos y palmeras subían por las laderas queriendo trepar. El risco más hermoso, el Risco Blanco, brillaba en el justo momento que Magec lo tocaba con sus dedos. Su cuerpo dorado y blanco dominaba todo el paisaje, como si fuera el Señor del Valle. Separada levemente de los acantilados, la gran ciudad trepaban por sus costados. Los caminos se engalanaban con vistosos empedrados de todos los colores, que serpenteando envolvían la inmensa roca. Cientos de escaleras unían los grandes caserones y las cuevas perforaban el cuerpo del Gigante. El vértigo emborrachado se apoderaba de los individuos jadeantes que subían por las empinadas callejuelas empedradas. En lo más alto, la belleza arrogante del templo, el Gran Almogarén, coronaba la ciudad maldita.
¿Quién hubiese pensado que años más tarde la Ciudad escondida se convertiría en secreto para siempre? Dicen que Acorán, celoso de su belleza, sacudió las grandes montañas y las tierras corrieron como el agua por los barrancos sepultándolo todo. Humiaga desapareció para siempre como si hubiese sido un sueño.
En la oscuridad del templo, la vieja pitonisa quemaba las hierbas secas, de donde surgían finos hilos de humo, que eran seguidos por las miradas de los presentes. Andamana conocía el prestigio de la vieja,
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recordaba cómo la mujer de Gerehagua le había contado que hasta allí llegaban muchos desesperados, hambrientos de conocer su futuro, o indecisos que no se atrevían a elegir el camino correcto de sus vidas. Andamana tenía muy claro cuál era el suyo, solo necesitaba alumbrar su recorrido. Un hijo le abriría todas las puertas para llegar al destino propuesto después de tantos sacrificios. Convertirse en la Reina y gobernar era para ella llegar al todo desde la nada. Su triste vida se vería por fin recompensada.
Una voz la despertó de los viejos recuerdos y los sueños por realizar.
–¿Estás mejor? –le preguntó Gumidafe, que llevaba un pequeño baifo herido en sus brazos, al verla fuera de la choza apoyada en un muro de piedra seca.
–Sí, algo mejor –le respondió Andamana, mientras intentaba taparse el rostro con su largo pelo quemado por el sol.
–Ven, vamos a comer algo –le ordenó con un tono condescendiente mientras caminaba hacia el redil situado tras la choza. Al salir, después de dejar al indefenso animalillo, cogió agua con un cuenco, de una pequeña aljibe, situada al final de una naveta, que recogía las aguas de lluvia. Tras beber, se echó por encima de la cabeza el resto del agua, que caía por su cuerpo semidesnudo hasta empapar el faldón, hecho con trenzas de juncos, mientras era observado por la joven que escondía su mirada.
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–¿Quieres? –le preguntó a Andamana, tras repetir la misma operación. La joven “loca” cogió el cuenco sin pronunciar palabra y bebió hasta que no pudo aguantar la respiración.
–¡Vamos! –le ordenó Gumidafe dirigiéndose al acantilado y Andamana, sumisa, lo siguió sin rechistar.
En el peligroso descenso hasta el estrecho barranco, Gumidafe seguía atentamente cada uno de los pasos de la joven, procurando ayudarla en los momentos de mayor dificultad. Al verla tan insegura optó por cogerla en brazos y bajarla como si fuera el pequeño baifo que acababa de encerrar en el redil. Andamana, sintiéndose protegida, se aferraba al cuello del pastor a la vez que un extraño hormigueo recorría todo su cuerpo. No era el vértigo, ni el cansancio, sino una sensación desconocida para ella.
Al llegar al fondo contempló el estrecho barranco, que como si fuera una grieta a modo de cicatriz, cortaba el Macizo de Amurga escondiendo un secreto jardín. Allí la vegetación era más generosa. Las sombras de los acantilados y el riachuelo, que corría hasta las charcas, bañadas por pequeñas cascadas, hacían respirar un aire húmedo y fresco en medio de olorosos tajinastes, balos y palmeras.
Tras cruzar algunas charcas y subir unos metros por la ladera opuesta, llegaron hasta una amplia cueva que se abría ampliamente al barranco, desde la cual se divisaba una gran charca en medio del palmeral. Sobre
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el suelo había algunas esterillas de hojas de palma. Al fondo, y a modo de pequeño almacén, colgaban pieles de cabras. En las paredes había unos grandes agujeros en los que se podían ver estantes llenos de recipientes con suero de leche, cestas con frutos secos, gánigos y zurrones de gofio.
Mientras comían la sabrosa carne macerada con manteca y gofio, acompañada con higos secos, mocanes y támbaras, Andamana miraba a aquel hombre sin saber que decir.
–Quiero tener un hijo tuyo –le dijo de repente y sin más explicaciones a Gumidafe, que parecía atragantarse por momentos. El pastor guerrero la miraba inquieto al comprender que el grado de locura de aquella mujer resultaba inquietante.
–¿Un.., un hijo? –preguntó titubeando Gumidafe e intentando quitarle importancia a la propuesta, mientras intentaba deshacer a mordiscos el trozo de carne seca con cierto nerviosismo.
–Bueno, en realidad serán dos –aclaró Andamana, recordando la predicción de la pitonisa y observando como el extrañado Gumidafe, miraba el techo de la cueva, sin apenas poder tragar.
Andamana se daba cuenta que tenía que convencer a aquel hombre, que ya se había tendido sobre la estera, y, sin atreverse a mirarlo, le fue confesando todos sus secretos y ambiciones, en las que le tenía reservado un importante papel. Mientras miraba aquel paisaje,
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Andamana recorrió la historia de su vida, entre gotas de lágrimas y de rencor. Sin embargo, casi al final de su largo relato, le llamó la atención un ruido se iba haciendo cada vez más intenso hasta que descubrió aquellos desatentos ronquidos de Gumidafe, que yacía dormido, esparramado en el suelo sin ningún tipo de pudor y con una leve sonrisa. Cuando Andamana giró su cuerpo hacia él, observó aquella sonrisa del desconsiderado personaje que se hallaba perdido en un profundo y confortable sueño, constatando que todo su sentido alegato había sido estéril.
Inesperadamente, los ojos de la loca parecían explotar de rabia y, como si hubiese tomado un extraño veneno, su cuerpo se enrojeció por el fuego del orgullo y sus dientes parecían querer destrozarse entre sí. De improviso se abalanzó sobre la víctima dormida, pretendiendo estrangularla. El desconcertado Gumidafe luchaba por quitársela de encima confesándole lo que pensaba de ella.
–¡Quítate para allá! ¡Jodida loca! –le gritaba empujándola inútilmente, mientras la loca se resistía a desprenderse de su víctima, atacándolo con uñas y dientes y sin dejar de gritar histéricamente y de maldecirlo. Gumidafe intentó apartarla de un manotazo pero ella, fuertemente agarrado a él, lo arrastró, provocando que ambos cuerpos rodasen ladera abajo hasta caer en la charca. La magullada princesa se
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resistía y aún seguía agrediéndolo como podía aferrada a él como si una fuerza magnética impidiera separarlos.
–¡Vas a ser mío quieras o no! –le gritaba Andamana de forma amenazante. El asombrado pastor la sujetaba por los hombros sin intención de hacerle daño, mientras ella, sin saber cómo hacerlo, intentaba abrazarlo sin dejar de llorar de rabia. Sus ropas se habían perdido como un reguero desde la cueva hasta la charca. La inexperta Andamaba se empeñaba en abrazar compulsivamente a Gumidafe, que sentado sobre una roca grande y plana clamaba al cielo.
–Ayúdame, Acorán ¿Qué debo hacer? –Suplicaba Gumidafe, entre dientes, ante tan embarazosa situación. Las fuerzas cedieron y Andamana cayó agotada junto a él, entre sollozos. Él la miró y al observar atentamente el cordón atado alrededor de su cuello y enredada entre su pelo mojado pudo distinguir con sorpresa que el colgante que llevaba era una pintadera, ¡un sello real! ¡La loca era en realidad una princesa! –¿Has sido tú quién me la has enviado? –preguntaba confuso Gumidafe mirando al cielo.
Andamana siempre estuvo escondida. Primero por su madre que, queriendo protegerla de las intrigas políticas, la recluyó en el Cenobio, después de la tragedia pasó dos años en la Fortaleza con aquellos viejos recuperándose y cuando al final logró salir de allí su padre la apartó lo más lejos posible, desterrándola al
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Valle de Argodoy. La libertad, el amor y la pasión eran para ella palabras desconocidas.
–Tranquila –le dijo Gumidafe, mirándola a los ojos, y acariciándole el cabello con ternura, y tras arroparla la cogió en brazos para regresar a la choza. Sus ojos apenas podían mirarlo, se sentía cansada y avergonzada, como cuando el niño reconoce sus travesuras tras la reprimenda del padre.
Cuando ya se acercaban a la choza se encontraron con todo un espectáculo. Un hermoso macho cortejaba a una joven cabra. Gumidafe se detuvo y tras dejarla sentada sobre el muro de piedra señaló con su dedo a los amantes.
–Mira, fíjate bien –le dijo a Andamana , que no acertaba a comprender qué es lo que quería que viese–También ellos quieren tener hijos, en realidad lo hacen igual que nosotros –le terminó de explicar Gumidafe a Andamana, mientras mirando otra vez al cielo decía entre dientes–“Gracias Acorán”.
Andamana fue descubriendo el sentido de las palabras de Gumidafe, y comenzó a observar todo aquello, con verdadera curiosidad e interés. Los dos idiotas contemplaban la escena tratando de encontrar respuestas a sus múltiples preguntas, mientras Andamana preguntaba sin parar, señalando hacia aquellos pobres animales privados de su intimidad. A veces, sin poder evitarlo, miraba al hombre y al animal
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comparándolos, ante las protestas del hombre y posiblemente del animal.

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