El cuerpo, atado y tembloroso del joven, fue
presa fácil de las rudas y fuertes manos de los fayacanes que lo arrastraron
hasta la pared del fondo, donde lo empujaron, desplomándose bruscamente sobre la
arena. La desesperación del condenado se transformó en llanto y pánico a medida
que escuchaba la sentencia, mientras se revolvía intentando ponerse en pie sin
conseguirlo. Luego surgieron los gritos de dolor al recibir los impactos
precisos de las piedras que rebotaban en su cuerpo ensangrentado. Los
desgarradores gritos se fueron ahogando hasta adormecerse. Momentos después,
los lamentos de los familiares también se alejaron, siguiendo la estela del
cuerpo inerte, que fue arrastrado al exterior del recinto. El triste y tierno
recuerdo se mezclaba con el remordimiento de aquel padre que había visto
suplicar a su hijo pidiéndole perdón por haberlo ofendido, delito que era
castigado con la máxima pena.
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